viernes, 15 de julio de 2011

Un capítulo:




Era un nuevo día, en un mediano y pintoresco pueblo que está enclavado en la inmensidad del altiplano granadino y a las faldas del imponente Jabalcón, a principios de mayo de los primeros años de los sesenta.

Amaneció con un día claro y luminoso.
El altiplano brillaba en destellos de sol por encima de la tierra que exhalaba su aliento retenido. Los olivos, trigales y flores, brotaban erguidos al cielo como queriendo arrastrar sus almas al infinito de la bóveda azulada; y lo hacían con reflejos oleáceos tan cristalinos, que competían con los propios del sol. Desde la puerta de mi casa todo se veía tan claro, que tenías que entrecerrar los ojos al mirar hacia el este.
Una de tantas jornadas de primavera…

Era un día precioso, apacible, como tantos días en esa estación.
La lluvia caída durante la noche, había lavado las cruces de flores aún no marchitas del Día de la Cruz que, al rociarse con la frescura de la oscuridad pasada, parecían mantener toda su fragancia muerta... Lo mismo que pasaba en la calle y los espacios; lo que daba a todo lo visible, un tono de transparencias vidriosas.
Olían a frescor las sombras y el sol besaba con su aliento a cuantos encontraba. A la vez que racimos de lilos, daban ya paso al incipiente florecer del oleáceo campo y al perezoso y aún durmiente jazminero; mientras que la textura primaveral, inflamaba los alocados vuelos de pájaros huertanos.
La luna, vigilante y perezosa en su despedida de la noche, colgaba al oeste de Jaufil con su cara brillante de moneda de plata…, y tan cercana a la vista, que casi se podía tocar con la mano.
El aire soplaba tan despacio por entre las calles y estrechos callejones, que parecía el suave aliento de un niño de pecho. Hasta la Cuesta de Viento, se había tomado aquella mañana un respiro en su eterna atracción de los aires; mientras los pájaros, como integrantes de la mejor de las orquestas celestiales, orquestada y dirigida a su vez, por una batuta en mano divina, daban sus buenos días con las melodías mas plácidas y hermosas.
Todo era paz y quietud…

El cañillo de la Fuente de los Gregorios, murmuraba a la mañana con su continuo y eterno aporte de agua a bestias y paisanos, dando aún más quietud —si es que ello fuera posible—, a todo lo presente.
Los pulmones te pedían, más y más espacio, para que los abrieras a la calle y así poder llenarse del oxígeno que venía cargado de los aromas más frescos: de lavanda, tomillo, romero, rosales y el frescor de los huertos de la Alhanda…, y de Dios más sabe donde…
También llegaban los efluvios de algún corral cercano, que nada sabía de aromas poéticos…
Las rosas, reinas en fragancia y en el tacto de sutiles pétalos, tienen pinchos en su talle; la tierra, madre de la vida, despliegue de belleza paisajística y fuente de alimentos…, se alimenta a su vez de la mierda del abono… Los pueblos no eran excepción; a sus calles de casas blancas e inmaculadas, de rincones llenos de la quietud del vecindario y el fluido apacible de charlas de cuentistas, llegaba a veces el aroma pestilente de algún corral urbanita.

Nada es completo…
Es como la esposa querida…, que para darle más sabor al matrimonio, siempre viene acompañada de la dulzura de su madre, a la que —cariñosamente—, todos llamamos suegra.
Las brisas ya presagiaban, que aquélla sería una jornada preludia de la gozosa entrada primaveral. Los gallos habían casi acabado con su martirio de cacareo impertinente y las herraduras avisaban del paso tardío de algún agricultor en su destino a la frondosa vega… En este caso: Matías Vidondo y su montura.

—¿A donde vas tan temprano...? —le preguntó, con irónica finura Manuel Olivares, el tendero de ultramarinos que tenía un apellido que, solo por casualidad, era fuente de sus ingresos aparte de la tienda y que como cada mañana, a la misma hora, afinaba la escoba en su barrido matutino sobre las piedras de la calle que miraba al vacío de la Rambla.
—¡A tomar "por culo"...! —le contestó con la misma finura Matías— ¿Te vienes…, y así no hacemos el camino solos...?
—¡Joder Matías...! Solo te he preguntado, a donde vas.
—¡Y yo, te he respondido...! Manolo.

Siguió cada cual a lo suyo: Manuel, a darle lustro a las piedrecillas clavadas al suelo —y que de vez en cuando, propiciaban con malévola precisión, el deslomo de alguna vecina coqueta y calzada de buen zapato de cuero (que la suela de goma no resbala)— y Matías, al campo...
¡Que ya, era hora propia de funcionarios y no de hortelanos...!
Al pasar jinete y montura frente al tendero, sentado Matías, este, sobre la albarda y su mulo, se quedó Manuel mirando como la indisciplinada Ramira —que era como se llamaba la criatura (la mula, claro, aunque a veces era difícil saber, quien era quien)—, levantaba su rabo como una antorcha dirigida a la claridad de la mañana y le dejaba caer una linda ristra de boñigas humeantes sobre el sitio barrido y mojado por Manuel, el tendero.
Todo eso, acompañado de una retahíla de flatulencias del animal, que en nada acompañaba a las melodías del ambiente.

—¡Será "japuta" la guarra de tu mula...! —exclamó el tendero a la espalda de ambos y tardíos campesinos; a lo cual, al escucharlo, torció su pescuezo hacia atrás Matías y con una sonrisa complaciente, le contestó:
—¿Y que quieres...? El animal no tiene ojos al culo...
—Ese animal, todo, es un apestoso culo...
—afirmó el tendero.
—¿Es que vosotros no cagáis…? —siguió diciendo el jinete, mientras se despedía con un corte de mangas a todo lo que quedaba a su espalda.

Quedó aquel pequeño incidente —que por otro lado, cada día se repetía como las mismas estaciones: a la misma hora con la llegada del buen tiempo y un par de horas más tarde en los de frío invierno— y después de servir de oportuna distracción de algún vecino, esta vez, sí, que cada uno siguió a lo suyo.

No cabía duda de que Matías —como casi toda la gente del pueblo—, había olvidado la intranquilidad y el desasosiego —si es que alguna vez lo había padecido—. El tiempo pasaba tan lentamente por sus vidas, que a veces parecía pararse.
Pero aquello iba a cambiar… .

Unos metros más adelante, en su misma calle, Eulogio Contreras y tres peones más, se afanaban en derribar un trozo de su casa y apuntalar a la de su vecino: Matías.
Como Matías les había recriminado en varias ocasiones, que el muro de medianera compartido se estaba agrietando a causa de los mazazos, los cuatro aprovechaban su diaria y tardía partida a las labores de la vega, para darle golpes de mayo al muro de piedra mientas tanto; que ojos que no ven y orejas que no escuchan…

Pero he ahí, que en uno de los impresionantes mazazos propiciados por Gurugüi —que el hombre tenía unas manos, que más parecían pezuñas—, quebró una gran piedra compartida por las dos casas colindantes.

—¡Joder… Gurugüi!. ¡Le has hecho al vecino una puerta nueva…!

Se asomó Eulogio por la cavidad causada y pudo ver como su vecina Mariana —la mujer de Matías—, meneaba una gran cuchara de palo dentro del puchero, que a su vez se hacía al fuego de la chimenea; al fuego lento, claro.
La mujer, acostumbrada ya, al diario repicoteo en las obras de la casa de Eulogio, ni se había dada cuenta, de que su vecino metía la cabeza en su cocina…

—¡Dios…, Dios…! Menos mal que no está Matías… —exclamó llevándose sus manos a la frente, Eulogio— Tapemos rápidamente el agujero…

Gurugüi, que por entonces estaba en todo su pleno apogeo físico y… —bueno, solo físico—, tenía grandes dotes para picapedrero o leñador; alguno, hasta pensaba que mas se parecía a un chicarrón vasco, que a un agricultor y peón andaluz.

Todos comentaban cuando venía al caso, lo que ya era de dominio público referente a algunas de sus actuaciones” mas relevantes: como cuando levantó a pulso un gran bloque de granito que hacía de banco en la plaza de la iglesia, y al faltarle un poquito de aguante en sus hercúleas fuerzas, le cayó la losa al suelo y —aparte de destrozar el banco—, a punto estuvo de dejarle los pies tan planos como espátulas; o, cuando en un alarde de camarería entre dos amigos —él y su borrica— en una mañana de borrachera romera al cerro en un día de Fiestas, al ver como el animal, le había subido en su lomo borracho hasta la misma ermita, a la vuelta, después de compartir con el burro su pellejo de vino y alguno que otro más de amiguetes, cargó al pollino a su lomo y lo retornó a su cuadra en el pueblo; eso sí, con la lengua fuera —la del pollino; no la suya— y lanzando suaves y alegres rebuznos en su recorrido por la concurrida fiesta.

—¡Eso sí que es ser un buen camarada…! —dijo alguien al verlo sudar con su borrico al lomo—. ¡No sabemos cual es más bestia; ¿si el de arriba, o el de abajo…?! —respondió otro.

En fin…

Parece que Dios siempre compensa: lo que nos quita de algún sitio, siempre nos lo devuelve con creces en otro. A Gurugüi le dotó de la fuerza de un caballo.
En eso se parecía a Manolo; el hijo de otro manolo: “el de la sardina”
En el colegio, a mi lado, se sentaba Manolito; también llamado: el Porra.
Manolito —el hijo del “Sardina”—, no había sido dotado de la más mínima inteligencia; solo reía y reía…, para compensarlo, el cielo, que todo lo arregla, le había dotado de un miembro tan grande que era la envidia de todos. Incluidos los maestros.
Él lo sacaba a cada momento tan orgulloso de su dote, y el maestro debía de llamarle al orden de vez en cuando. Y cuando en los recreos, nos juntábamos a jugar con las niñas del colegio cercano, le pedíamos que se la enseñara.
¡Las niñas salían despavoridas ante semejante artilugio!
Don Eliondo, el maestro, y hasta el alcalde, debieron de llamar al orden a Manolito a través de su madre, al objeto de evitar una desgracia o, al menos, parar el escándalo que repetía su hijo al enseñarla a cada momento a todo el mundo.

—Hijo, intenta mear en oculto y no la pongas a la vista de nadie —le decía cariñosamente el alcalde.
—Hijo mío, piensa que lo tuyo es un don de Dios, y a veces, los dones no son para exhibirlos…
—Siguió el párroco.
—Hijo, si te la tocas mucho, puedes agarrar un infección —acabó el boticario.
—Hijo, hazle caso a estas personas; que ellos solo quieren lo mejor para ti… —le recomendó su madre después de darle una colleja.
A lo que el pobre Manolito, después de escuchar muy atentamente a todos, salió con lo “suyo” hecho un lío, ante tal cantidad de personas que le decían “hijo“…
—Mama…, ¿por qué tengo tantos “padres“?
Y recibió como respuesta, otra colleja.
Lo que son las cosas: a unos les crece la sabiduría y la inteligencia, lentamente…, y a Manolito le crecía lo suyo, deprisa.
Cuando llegó a la pubertad, aquello se convirtió en algo del tamaño que le correspondería al de un burro, y la gitana que lo vio de refilón al pasar mientras orinaba un día, dicen que dio cuenta de cómo sacarle provecho a aquello que para sí, ya querría su marido; y los días que eran de feria en los pueblos cercanos, el Porra, trabajaba más y más a gusto, que los reyes magos en la noche del 5 al 6 de enero.

Pero sigamos…

En casa de Eulogio, siguieron en su urgente reparación, intentando tapar el gran agujero fabricado involuntariamente, cuando Gurugüi, notó algo al fondo de la oscura cavernita. Metió su manaza en la casi oscuridad y su mano arrastró hacia su lado algo metálico y oxidado.

—¿Qué es…? —le preguntó extrañado Eulogio.
—Parece un baúl pequeño… —Dijo Gurugüi.
Y Sacaron de la horadad, una caja de aparente hojalata vieja. Robinada en toda su superficie y soldada mediante estaño por todos sus cantos.
<<¿Cómo se abrirá…?>> —se preguntó para sus adentros el intelecto de Gurugüi— ¡Con un golpe de mayo…! —le respondieron sus manazas.
Así es, que de un único y certero golpe, el oxidado cofrecito quedó casi tan espachurrado como un gargajo bajo la pata de un elefante…
—¡Que bestia que eres, Gurugüi…! —espetó Eulogio— ¡Menos mal que no es un tesoro…!
—Algo tendrá dentro… —afirmó con sabia observación alguno de los presentes (que si no, para que diablos estaba aquello escondido en el muro)— Dámela, que la abro…

Y el tercero de los obreros —este ya, con un poco de delicadeza en sus manos—, despegó pacientemente la hojalata mediante presiones y calor en el estañado, todo, ante la mirada suspensa de los otros.

Cuando acabó de abrir la caja, todos pudieron comprobar que dentro no había tesoro alguno; que la idea que había rondado por sus mentes fantasiosas, referentes a antiguas historias de tesoros ocultos dejados siglos atrás por moros y cristianos, estarían definitivamente, quizá, por otros lugares del pueblo.
Solo salió de las entrañas de la oxidada hojalata, una especie de pergamino viejo, con ilegibles escrituras que no eran nuevas.

—Bueno…, sigamos a lo nuestro; que un papel viejo no nos hará ricos… —ordenó Eulogio a los otros, mientras encogía con resignación sus hombros.

Cuando acabó la labor de aquél día y —como era sana costumbre de todos—, se fueron los cuatro a tomar unos chatos a la taberna de Contreras, para luego seguir, en ordenada procesión, por alguna de las demás: a la de Castillo, a casa Mango, al casino…, hasta llegar a la de Torres en final de peregrinación, catando —y comparando— los diferentes vinos servidos en cada establecimiento…, y una vez habían ingerido alguno de los penúltimos vasos de vino turbio, —acompañados esta vez de garbanzos tostados por tapa—, Gurugúi, en un alarde de inteligente practicidad, sugirió:

—¿Por qué no le llevamos el escrito a don Leandro…?
—Tienes razón, Gurugüi —dijo Eulogio—, Leandro sabe mucho de estas cosas… Si él no sabe descifrar lo escrito, aquí nadie lo sabrá…
—¡O al cura…, a ver si lo que está escrito, es latín de “ese”!.
—No te preocupes…, Leandro sabe, hasta latín…

Y mira por donde, que en ese momento apareció don Leandro Vergara por la taberna con un libro viejo bajo el brazo, su impoluto traje, corbata y la gorra sobre su cabeza —que la retiró al entrar—, más propia de un hortelano.

—Buenas noches a todos…
—Buenas noches don Leandro… — le respondieron casi al unísono, todos los concurrentes a la taberna.

Don Leandro Vergara, era un personaje que vivía siempre absorto en sus cosas, lo que no le restaba para que fuera muy educado y amable. Venía de familia campesina, pero a la vez que cultivada; andaba siempre metido escarbando en libros viejos de la iglesia y el registro; devorando letras antiguas como una rata de librería, pero con la digna y sana diferencia, de que él, se comía los libros con los ojos.
Si alguien quería saber de algo, de otro alguien, o de hechos acaecidos años y hasta siglos antes, don Leandro era la persona adecuada a quien preguntar.
Pero como el archivo de cada cual —o sea, su cerebro—, también hay que regarlo a diario para que dé buenos frutos, don Leandro Vergara, don Jesús Moscoso, don Ramón Medina, don Mariano, don Eliondo Baca el cura…, y otros intelectos de la villa, se reunían cada noche en la taberna de Contreras, o bien en el casino, a platicar a la vez que regar con vino, lo que en el campo de sus mentes tenían sembrado o pensaban sembrar…
¡Que todo lo que crece en el campo, debe ser regado para crecer en su correcto desarrollo…!
Aunque es verdad, que algunas cosas es mejor que no crezcan.
En ese apartado estaba el sargento.
Al sargento —al que todos conocían y llamaban por su cargo, y no por su nombre de pila— le pegaba su oficio como a un diablo las llamas y las calderas. Era más malo que una pulmonía en el cuerpo de un pobre…

Si se sabía por donde había pasado, no era por la planta inmensa de su bota sobre el suelo, sino por el fétido aliento que su persona regalaba a quien él quería —y más, a quien no quería: a casi todos—. Nunca se le vio una sonrisa en su cara hitleriana, de la misma manera que borrada en todos las suyas…
Su llegada a los sitios, era presagio de toda clase de males; sobre todo a los más humildes…

Labriegos, obreros y casi todo el pueblo, lo odiaban en la más franca armonía; tampoco era devoción de algunos pudientes, que debían callar sus opiniones ante semejante cafre con tricornio.
El sargento solo tenía un amigo; un amigo al que nunca sus ojos vieron de cerca y, que creo, soñaban con su figura como un naufrago lo hace con una ninfa: Franco.

En eso, casi todos los pueblos eran iguales…

Una vez estaban todos chateando, se acercó Eulogio a los eruditos —pocos por cierto— y le entregó aquél papel o lo que fuera y muy desmejorado, a Leandro.

—Leandro; ¿por que no miras, que puede leerse en este papel que hemos encontrado en las obras…? —Eulogio le quitó en aquella ocasión el don a Leandro; que era de confianza y lo conocía desde la cuna. (Lo de la cuna es un decir, claro; que entonces no había muchas cunas en el pueblo y debían apañárselas, cada una a su manera, para criar a sus bebes hasta sus primeros andares; pero parece que en el caso de don Leandro, este, si que tuvo cuna)
—Es raro… Solo se entienden algunas palabras, que parecen una mezcla de un castellano antiguo y signos que no entiendo… Déjamelo, que lo miraré cuando tenga un rato.

Don Leandro plegó con su usual delicadeza, el papel que más bien parecía un pergamino viejo y se lo enfundó en su chaqueta.
Y todos volvieron de nuevo a sus chácharas y chatos de vino…

Ya en su casa, don Leandro leyó, apuntó, intentó descifrar y Dios sabe que más, durante días y días —sumadas algunas noches en vela—, lo que aquél enigmático documento podía significar... Al final, lo que quedó escrito en limpio, lo desorientó aún más.
El manuscrito en cuestión no parecía decir nada; solo eran palabras sueltas en un parecido al latín, y unos garabatos que su mente pensó interpretarlos como árabes.
Al cabo de los días se reunieron de nuevo en el bar de casa Torres.

—¿Qué dice el escrito…? —pregunto don Mariano.
—Solo aparecen escritas algunas palabras sueltas… Virgen, cosecha, hijas… Solo palabras inconexionadas, que no consigo enhebrar… —respondió don Leandro encogiendo sus hombros.
—No entiendo nada… dijo el alcalde.
—Es que el manuscrito está muy deteriorado. Habría que restaurarlo con algún producto químico. —aclaró el investigador.
—Será una broma de alguien que, posiblemente, hace ya años quiso tomarnos el pelo. —respondió don Jesús, hombre de probada inteligencia practica, encogiendo también sus hombros mientras sorbía el chato.
—¡O una maldición…! —apostilló don Eliondo Baca, el cura, bebiendo y pidiendo algo de comer al del bar, seguramente rumiando en su cabeza, que con el estómago lleno, se llega bastante antes al cielo.

Don Eliondo, se mostró un poco indignado de que don Leandro no le hubiera dado tan siquiera una mínima oportunidad de intentar descifrar aquellas palabras tan mal escritas, por lo que se calló en el resto de la conversación.
Todos miraron con disimulo su intento de disimular su cabreo, más, sabiendo de la rigidez y disciplina que imponía el cura.
La disciplina y puntualidad, eran los pilares de don Eliondo que intentaba incansablemente imponerlos en los desordenados parroquianos.
Don Eliondo era tan puntual como el mismo cielo que predicaba. Durante muchos años, todo el pueblo comentó las actuaciones de aquél exagerado párroco, que le llevó a amonestar a más de uno —y de diez—, ante su falta de puntualidad a los sagrados actos.

Una muestra:

Mandaba al sacristán a ponerse en la entrada de la iglesia y apuntar a cada uno de los impuntuales asistentes…, también —y muy especialmente—, a los que pasaban de largo por la plaza. Luego, durante largas horas, hacia comparaciones, selecciones y toda clase de apreciaciones al margen del informe, como si de escrituras públicas se tratara.
Ya en la noche de navidad, durante la misa del gallo —a la que acudía casi la totalidad de habitantes del pueblo, ya que no cabía excusa ante semejante horario—, pasaba puntual lista de las actuaciones de sus feligreses durante ese año: a unos —los más beatos y beatas—, les agradecía y recomendaba seguir —igual o mejor— en su cristiana actuación; a otros, a los impuntuales asistentes —aunque solo se hubieran retrasado una sola vez durante todo el año—, les recriminaba su actuar y les conminaba a rectificar en el próximo; y a los otros, a los que pasaban de largo durante casi todo el año y solo los veía en bautizos, bodas y entierros, les predecía todo clase de males y retorcijones; desde malas cosechas, hasta toda clase de enfermedades del alma…

Alguno de estos últimos, harto ya de semejante intransigente, se le vio al relente en la noche buena —bajo las heladas y la débil bombilla de la puerta de la iglesia—, esperar en continuo baile de pies, ver salir a su familia de la iglesia.
Cosas de don Eliondo Baca…

En fin…
Que partieron todos ellos de la taberna, preocupados a su manera y zigzagueando cada uno con un estilo propio.
Todo aquello quedó momentáneamente olvidado; es más, ocultada su aparición mediante juramento compartido entre todos los testigos del hallazgo…, y los pocos que se enteraron después.

O sea…, ¡que se enteró todo el pueblo!.
Todos se preguntaban con la mirada al pasar alguno de los descubridores de semejante tesoro, y todos los conocedores callaban, aún a sabiendas, de que podrían reventar reteniendo las palabras en referencia al asunto.
Gurugüi —que tenía la boca tan grande cómo sus manos—, intentó durante días no hablar del asunto —mérito incuestionable del hombre, pues no hay nada más duro que callar por obligación—, aunque es verdad, que todo el pueblo tenía experiencia en esa práctica: la impuesta por el sargento, el alcalde y el cura… Cada uno en lo referente a sus asuntos, claro, menos en política, que todos eran de un mismo frente: el ya casi caduco y azul deslucido, frente de las juventudes.

Como todo transcendió, las beatas llenaron con sus eternos rezos los días y hasta algunas avanzadas noches, mientras que sus egoístas maridos —anteponiendo la necesidad de sus tripas, a las de sus almas—, empezaron a cabrearse al tener que prepararse ellos mismos, almuerzo, comida y cena.
Pero es que ellas también tenían que elegir; y pensaban las mujeres, que aquello debía de ser algo muy importante para todo el pueblo…
Inmediatamente, la autoridad, siempre atenta a asuntos de vital importancia para todos los parroquianos, llamó a consultas a sus representantes. O sea, al cura lo llamaron de la diócesis de Guadix a que diera todo tipo de detalles al señor obispo, y de Baza, al alcalde.

Llegó don Eliondo Baca a la diócesis…

Ante su superior y a las preguntas del prelado, comentan que dijo:

—Reverendísimo Señor… Poco puedo decir de ese asunto. Solo puedo hablar de los hechos en lo poco que sé: se encontró una especie de pergamino viejo en una casa.
—¿Y que dice…? —le preguntó intrigado el obispo.
—Está escrito en mezcla de idioma viejo y palabras raras; en definitiva: no lo sabemos.
—¿Y donde está? —siguió interrogando.
—Lo tiene don Leandro; buen cristiano y muy estudioso de nuestra historia.
—¡Aquí debería de estar…! pero en fin, esperemos que no se trate de escritos herejes…, o alguna broma pesada.
—¿Broma? —se atrevió a replicar el cura, subiéndole la voz a su superior—. Lo he visto con mis propios ojos y puedo asegurar que es muy viejo…
—Bueno hijo, no te preocupes, y a ver si nos puedes remitir copia de ese papel, o lo que sea…

Después de besar el anillo obispal y pedirle al superior algún favor para la parroquia —a sabiendas de que no iba a ser cumplido—, don Eliondo Baca, volvió como se había ido.
A la vuelta de Guadix del párroco, todos se le acercaron de inmediato a preguntarle por lo hablado; pero el cura no soltó prenda.
Ya a la noche, después de circular por sus gaznates el contenido de algunos vasos de más, y aflojadas las tuercas de las lenguas, don Mariano sacó el tema:

—¿Qué le ha dicho el señor obispo?
—Nada. Él cree que todo será algo sin la mayor importancia, pero me pidió que le enviara el escrito.
—¡Eso será, cuando yo haya acabado…! —replicó un poco molesto don Leandro; como si se le menospreciara su interés por el asunto a la vez que reconocida preparación intelectual.

Mientras tanto, pasaban los días y cada uno seguía a sus cosas: el maestro, a repartir “leña“; el boticario, a su botica; el sargento a fastidiar a todos…, y yo, al colegio.

Una mañana, yendo en dirección al colegio y al pasar por la calle Ancha de la Virgen, vimos cruzarse a don Eliondo y don Ramón Frutos.
Nos paramos a ver a los dos saludarse al pasar.
Pero nos quedamos con la gana…
Al cruzarse los dos, ninguno cedió el paso al otro; y después de lanzarse algo parecido a un gruñido compartido, casi pasa el uno por encima del otro…
Al final, con desprecio compartido, cada uno siguió en su camino absorto en sus cosas tan distantes…
Don Ramón tenía fama de ser ateo; mejor dicho, de pasarse al eclesiástico por debajo de…
Y don Ramón imponía…
Andaba vestido de oscuro y mortalmente serio, casi como mi abuelo. A su figura imponente y moderadamente altiva, todos miraban con una mezcla de envidia y de recelo al pasar. Hablaba el hombre lo justo; solo lo imprescindible para hacerse entender y a la vez ser educado…, y parecía lejano.
Como de otro mundo.
Además de su aspecto sereno y serio, era cortés e inteligente; con la educación que solo da la vida y los buenos maestros.
¡Y más raro que un gato verde…!

Aparte de ser el hombre más rico de por allí, siempre andaba trajeado; con su traje oscuro en invierno, corbata más que ligeramente desplanchada y con algunas manchas viejas. Con su capa española y oscura a los hombros, atada con un lazo a su cuello —como en las películas de espadachines— y de riguroso blanco en verano; pero siempre trajeado. Se parecía a algún maniquí de los que había en alguna tienda de la ciudad, pero abandonado durante mucho tiempo en el escaparate y al que solo le cambian la ropa cuando cambian las estaciones…, siempre llevaba su sombrero de ala ancha, haciendo juego al color del traje.
La camisa, le sobresalía de las mangas, dejando ver los puños con sus gemelos plateados y el blanco amarillento por la falta de lavados. Los churretes estaban incrustados en su ropa como una parte más de la misma.

Como estampados de fábrica.

Mi madre decía de él, que no entendía, como un hombre tan rico y con tantos criados, llevaba siempre las camisas tan sucias..., cosas de don Ramón.
¡Era un tío raro don Ramón!.
Andaba con la ropa manchada y desplanchada, pero con los zapatos siempre inmaculados; tanto, que parecían recién sacados del zapatero. Decía y repetía que no entendía como un hombre tan rico podía se así...




































La novela:






Título original: "Largo camino de vuelta"

Primera edición: Junio, 2011
© Antonio Medina Guevara
© MEH - Miami, FL (USA)
© Sobre la portada: AMG

ISBN: 978-1-4477-3266-2

Sobre la novela:
En “Largo camino de vuelta” el autor vuelve con una historia de ficción, en la que personajes e historias, son mezcla, tanto de su imaginación, como de sus propios recuerdos. Todo ello escrito con su habitual estilo sencillo, pero que a la vez es narrado con humor y sensibilidad.

La novela relata la vida de un muchacho que, al morir su padre y retornar con su familia al pueblo, encuentra en Juan al amigo que le recuerda su infancia; le redescubre los lugares que tanto añoraba y le habla de los tiempos pasados…, acabando los dos, pese a su gran diferencia de edad, en amigos inseparables…

Una historia llena de sensibilidad, en la que el autor, vuelve al relato rural en el que tan bien se desenvuelve.
Sobre el autor:

Antonio Medina Guevara (Zújar, Granada, 1.952)

Su primera publicación fue tardía; la primera novela “No matéis al gorrión” se publicó a principios del 2.010 y fue todo un éxito, repitiendo edición al agotarse. Después vendría “Una mujer llamada Muerte” que se publicó primero en los Estados Unidos a principio de 2.011 y que poco después salió al mercado en España.

Un fragmento del libro:

...Cruzó sus manos y me miró de reojo. Yo disimulé, hice que no lo veía. Con sus ojos brillando a la noche me dijo lo que me apreciaba, los buenos y los malos ratos pasados juntos, hasta que la mirada se le tornó niebla y miró para otro lado. Yo hice lo mismo. Cerramos los ojos y abrimos los sentidos. Quedamos los dos uniendo generaciones de amistad que venían desde antes de conocernos. Él me hablaba de cosas de mi padre mientras yo me lasimaginaba como si fueran vivencias recientes, frescas y resplandecientes, tal y como salían de sus labios. Era un gozo escucharlo. Se estaba tan bien, que fui a buscar una manta para apurar el tiempo. Volví de inmediato y nos arropamos; la brisa empezaba a morder la piel y se agradecía. Quedé mirándolo al trasluz y observé como a su vez miraba la luna, creo que pensó que era suya; era la luna de siempre, pero estaba tan cerca, que parecía que le daba las alas que le habían quitado los años; vi como viajaban los recuerdos en sus ojos; aquellos ojos que tenían encerrados los cabrones de sus hijos, en el almacén de ojos viejos…

Tambien se pueder adquirir en:
zujar2009@hotmail.com sin gastos de envío.

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